A medida que la primavera asomaba su cara en las
calles, ella salía a fatigar veredas,
caminando la tarde con paso dinámico, grácil,
pero sin perder la sorpresa que
pudiera hacerse presente en cualquier umbral. Sentía necesidad de ver cosas, conocerlas,
tocarlas, y en esas caminatas diarias no perdía de vista el cabeceo de los
sauces que se alineaban en la avenida del pueblo, rematándola en una doble
hilera, ni los jardines que comenzaban a florecer.
Y sentada en un banco de la plazoleta, asistía a la victoria
de un septiembre ventoso, e inauguraba
en sus ojos la mancha de multitud de
hojas verdes muy pequeñas con fondo de cielo azul, que daban la vuelta en una
esquina.
Tan dinámico era su andar, que a veces el pasto tierno
todavía mechado por amarillos del invierno, salpicaba sus piernas, y los bolsillos de su short se iban hinchando
con los sonidos de la calle y la plazoleta, esos rumores que sólo se descubren en un pueblo tranquilo, cuando
el oído no percibe más que la naturaleza
que todavía sobrevive en lo que todavía no es una ciudad.
Una tarde, ella volvió con algo más que arena en los
pliegues de su blusa, y con alegres movimientos
se sacudió toda una plaza en la cocina.
Ella se dio cuenta de aquello, porque creyó escuchar, bajo
la mesa, las voces unos niños, y le pareció que entre los estantes las copas
vibraban por el picar de una pelota.
Abrió los brazos y
miró a su madre disculpándose:
-No sé que pasa
mami. Solo salí a caminar.